martes, 24 de agosto de 2010

Cosas del Destino...y de las otras

Siempre fui reacio a creer en el destino. Desde que tengo uso de razón, la sola idea de pensar en que todo estaba escrito y que nada, hagamos lo que hagamos, podía ser cambiado, me causaba escalofríos. En mis primeros años de mi vida, todo lo que sabía acerca del destino era por escuchar conversaciones de los grandes, que incluían esa bendita palabra demasiado seguido en sus diálogos. Sin embargo, fue recién a los trece o catorce años cuando mi percepción sobre el destino comenzó a cambiar, por supuesto que para mal.

No sé si fue que maduré de golpe o que hasta ese momento quise esconder lo que sentía, porque tanto yo como mi hermano Rafael somos de esas personas que se guardan más de lo que demuestran. Ambos vivíamos junto a mi tía Clelia, una de esas señoras pensionadas que no hacen absolutamente nada en todo el día salvo mirar la televisión. Mis padres habían muerto en un accidente de autos cuando yo tenía apenas diez meses y tanto yo como mi hermano, cuatro años mayor, quedamos a su cargo. Sinceramente, nunca supe bien si asimilé el golpe pero creo que supe llevarlo bastante bien y logré tener una infancia común y corriente. Quizás el hecho de que Clelia repitiera tantas veces que el accidente de mis padres fue “cosa del destino” fue lo que potenció mi rechazo hacia el mismo, pero un día dije basta y me propuse enfrentarlo.

Es por eso que, ya más grande, cuando el temor cesó y se transformó en una especie de bronca mezclada con impotencia, decidí simplemente hacer como que no existe tal cosa y comencé a escribir mi propia historia, sin creer en el destino. Paralelamente, como quien no quiere la cosa, empecé a seguir su rastro, porque estaba seguro que algún día lo encontraría y podría decirle todo lo que tenía guardado hace tanto tiempo.

Luego de varios años de búsqueda (en los que viví situaciones de las más disparatadas) lo encontré a la salida del subte B, en la estación Callao. A simple vista, era una persona común y corriente: alto, flaco y con un andar cansino, como desganado. Su vestimenta tampoco llamaba mucho la atención. Cuando lo crucé, llevaba una camisa a rayas coronada con un saco de corderoy negro y pantalón a tono.

Sin dudarlo un momento, con mucho miedo pero con la certeza de que estaba haciendo lo correcto, corrí hacia él y lo palmeé, aunque me di cuenta de que en realidad no sabía cómo llamarlo. No iba a quedar bien que le diga “Eh, vos, Destino” o “Hola, Señor Destino”, por lo que sólo atiné a no pensar y dejar que las palabras salieran solas. Cuando por fin pude hablar, mi voz sonó mucho más temerosa de lo que esperaba, pero logré decir lo que tenía guardado hace mucho tiempo: “Por fin te encuentro, hijo de puta”.

Cuando giró, un escalofrío me recorrió el cuerpo y mis músculos parecieron paralizarse. Su expresión era fría como un témpano y una sonrisa de triunfo, como sobradora, adornaba su horrible cara.

-“Jaja, ¿Vos me buscabas a mí? ¿Quién carajo te crees que sos para buscarme y palmearme así, delante de todos?”, me contestó con una voz que era todavía más escalofriante que su sonrisa.

-“Soy Felipe Rottemberg, y vengo a buscarte porque vos me cagaste la vida y creo que me debés varias explicaciones”, contesté haciéndome el valiente, aunque creo que mi miedo era indisimulable.

-“Mirá, nene, no todos, por no decir casi nadie, tiene el privilegio de encontrarse cara a cara conmigo, así que por lo menos te voy a pedir que me hables bien”.

-“No tengo ganas, sólo quiero que me expliques por qué te llevaste a mis papás sin dejar que los conozca, por qué hiciste que me peleara con mi novia y por qué dejé la carrera de Derecho sin siquiera aprobar una materia”.

-“Mirá, Feli, no tengo mucho para decirte, yo hago mi trabajo y no mucho más. Vos hacés el tuyo también, así que tendrás que entenderme”.

-“¡Sí, yo saco fotocopias en la facultad de Derecho por tu culpa, porque no me quedó otra que ir a pedir trabajo al kiosco cuando me di cuenta que para la carrera no servía!”.

-“Creo que te hice un favor, flaco, porque realmente eras un queso con las leyes”, me contestó con soberbia.

Seguido a eso, el muy turro se dio media vuelta y se fue. No me pregunten por qué, pero no lo seguí. En un frío análisis, y por más bronca que dé, ese hijo de puta tenía razón. Mi novia me dejó porque yo me cansé de serle infiel y no aprobé una materia de la carrera porque jamás senté el culo en la silla para estudiar. Todo cerraba, menos la muerte de mis padres.

Después de ese exótico encuentro con el Destino, mi vida pareció dar un giro de 180 grados. A mi trabajo como fotocopiador en la facultad lo pude complementar con la carrera y después de seis largos y duros años, logré recibirme y poner mi propio estudio de Abogados. Mi vida personal había cambiado rotundamente: apenas una semana después de ese día, conocí a Diana, con quien hoy estoy felizmente casado y esperando un varoncito. Finalmente pensé que le había ganado al destino, o que por lo menos me había amigado con él, aunque nuestro único encuentro no había sido del todo feliz. Tiempo después me iba a enterar que ese encuentro no iba a ser el único.

Una calurosa mañana de diciembre, el alboroto que se había generado en la puerta de mi estudio (ubicado en la calle Talcahuano) me hizo bajar para ver qué pasaba. Cuando llegué a la puerta, el encargado me informó que habían atropellado a un hombre, que agonizaba en pleno asfalto. De reojo, y de puro morboso, pispié por entre la multitud para divisar al agonizante cuerpo. Y ahí estaba. Pelado, con el mismo saco corderoy y la misma camisa a rayas, aunque esta vez su cara era otra.

Sin dudarlo, corrí hacia él nuevamente, como hacía exactamente siete años lo había hecho en la estación Callao.

-“Destino…por favor…vos no podés…¿qué te pasó?

Llamativamente, su agónica voz sonó tranquila. Se inclinó hacia mí y me dijo:

-“Viste, Feli, yo puedo decidir todo, puedo hacer que parejas se peleen, puedo hacer que un equipo pierda un campeonato, puedo hacer que gente pierda su trabajo y lo recupere y puedo decidir quién es la estrella del momento en televisión, pero hay algo con lo que no juego, con lo que no me divierto, simplemente porque no puedo. Ella es más fuerte que yo, y no es casualidad que esto me haya pasado en esta esquina, Feli. Quería que vos lo sepas, más que nadie, porque considero que vos necesitás saberlo”.

Con el último aliento, haciendo un enorme esfuerzo por mantenerse vivo, el Destino me miró fijo y sólo dijo una frase antes de dejar de respirar:

-“Con la muerte no se jode, Feli”.

2 comentarios: